domingo, 30 de marzo de 2008

El taller

El taller significa para un escultor el laboratorio imprescindible donde realizar su personal alquimia, el lugar donde encontrarse consigo mismo y sus ideas, en el que expresarse a través de los materiales.



Recuerdo mi primer taller de trabajo, hace ya casi treinta años, en Bustarviejo, un pueblecito escondido en la sierra madrileña; allí el olor a leña y ganado se me antojaba un nuevo y desconocido perfume que pronto asumí como un olor personal. Era una pequeña casa tradicional, de techos increíblemente bajos, de espacios extraordinariamente pequeños. En consecuencia, los primeros trabajos resultaron ser juguetes: coches, camiones, casitas, puzles, trenes..., objetos dedicados a un mundo menudo, los niños.



Más tarde y tras el paso por una buhardilla donde trabajar era más bien penar, ocupé una antigua vaquería de suelo de tierra y techo de paja. El tamaño de mis trabajos aumentó conforme lo hizo el espacio, y de ahí salieron de la mano los primeros muebles y las primeras esculturas. Reforma tras reforma, la vaquería se fue convirtiendo en una agradable estancia donde se mezclaban el olor a vaca instalado en cada rincón del lugar con las fragancias de las maderas. Allí no solo pude faenar con holgura, sino también almacenar, y vaya si almacenaba, multitud de materiales que iba recogiendo de los sitios más insospechados.



Ahora, mi taller ya no tiene paredes, tampoco límites, solo los inherentes a mi persona, y las obras han vuelto a crecer en tamaño y en fuerza; trabajar al aire libre me agrada, haga frío o calor, me ayuda a entender más mis proyectos, a vincularlos más al medio natural del que proceden los materiales. La inspiración ya no se encuentra solamente en mi cabeza, sino en cada uno de los estímulos que percibo del entorno.

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